El resonar de los martillos en las forjas y el chirrido del choque de las armas en los campos de entrenamiento atravesaban juntos las paredes de la casa de Wan Manarmi transmutados en un lejano murmullo, cacofonía a la que se agregó la percusión de rápidos pasos. El Capitán Soturi dirigió su vista al único umbral de su morada, justo a tiempo para encontrarse con un humilde guardia que, a juzgar por su respiración, se había apurado en llegar ante Wan lo antes posible.

-Mi Capitán…-saludó el soldado mientras recuperaba el aliento-…un forastero ha llegado a la ciudad. Dicen llegó desde El Sur, caminando por las laderas del volcán, donde se encontró con algunos niños Deformes a los que señaló una caverna en El Norte donde podrían encontrar muchas joyas. Los infantes demostraron la veracidad de tal predicción y extendieron la noticia entre sus padres. Ahora una multitud está reunida alrededor del forastero, fascinada por su aparente clarividencia, ¿Cómo deberíamos proceder?-. Fue la pregunta con la que el guardia concluyó su reporte. La incertidumbre de su voz era palpable, un sentimiento justo y apropiado.

Aquella capacidad para conocer lo que está oculto debía ser, con gran seguridad, un producto de la magia y la hechicería. Artes que, de forma idéntica a las ciencias, eran deshonrosas y cobardes, empleadas únicamente por hombres de cuerpo frágil para someter a hombres de cuerpo fuerte haciendo uso de poderes ajenos a sí mismos.

El Capitán llevó una mano a su mentón, sopesando las formas en que podría encararse la presencia del forastero. Sus dedos lentamente se deslizaron por su mejilla izquierda, acercándose a la cicatriz que la recorría desde el pómulo hasta la mandíbula. Cerca de ella se había alojado una tenue comezón que entorpecía levemente sus pensamientos.

-Llévame ante él.-. Ordenó Wan tras concluir que, antes de actuar, lo más sensato que podía hacer era encarar al forastero en persona.

El soldado de menor rango obedeció, saliendo del umbral de la casa para permitirle el paso a su Capitán. 

Fuera de su morada, los oídos de Wan se saturaron con el estruendo de las herrerías y el retumbar de las armas de entrenamiento; mezcla a la que se agregó el calor natural de aquella región siberiana que Los Soturi conocían como “Vulnarok”, un parche volcánico de calidez en medio la gélida tundra de Kamchatka.

No se pronunció ni una sola palabra entre El Capitán y el guardia. El último no se sentía en posición de hablarle tan casualmente al líder toda La Tribu Soturi, mientras que el primero quería aprovechar la caminata para adentrarse en sus más amargos recuerdos: quince inviernos atrás su ciudad primera, la que Los Soturi habitaron originalmente, fue arrasada y su gente diezmada por el ataque de una aldea enemiga. Sin embargo, el verdadero dolor de esa derrota no radicaba en la muerte o la destrucción causadas, sino en el método que sus enemigos emplearon para conseguir su victoria; unos artilugios metálicos capaces de escupir un fuego que, en lugar de extinguirse con el agua, se avivaba con la misma. Un regalo probablemente suministrado por tecnomagos. Así, un enemigo que podría haber sido combatido e incluso derrotado con facilidad terminó superando a la tribu guerrera de Los Soturi. Su fuerza, labrada con años de duró y exigente entrenamiento, podría haber salvado muchas vidas en una situación normal y justa, pero no aquel día en el que tuvieron que hacer frente a astutos y despiadados artificios tecnológicos. La mujer que Wan había desposado podría haber sobrevivido si sus enemigos hubiesen tenido la decencia de combatir como hombres de verdad; de frente a frente y cuerpo a cuerpo. Pero esos no eran hombres decentes, porque optaron por hacer uso de la perversión de las ciencias para facilitar las artes de la guerra y la lucha, empujando a Los Soturi dentro de la región de Vulnarok sin darles la oportunidad de resistirse.

Con esa remembranza repasada en su mente, El Capitán Wan aceleró su caminar, adelantándose al guardia que lo acompañaba en su camino hacia El Este de la nueva ciudad esculpida en basalto, en dirección a las laderas superiores del volcán. El líder Soturi se recordó a sí mismo que muchos hombres habían nacido y crecido en esos años, que todos se habían entrenado siguiendo la filosofía de sus ancestros y que todos eran fuertes y aguerridos; aptitudes que les daban el derecho de expulsar de sus tierras a cualquiera que considerasen indeseable. Y si dicho individuo repudiado ofrecía resistencia entonces tendrían la fortaleza y el número necesarios para forzarlo a marchar.

Con esas resoluciones en mente, Wan continuó su camino por delante del guardia que lo había ido a buscar. Pasaron por entre las herrerías y los talleres donde el hierro era trabajado para crear las armas que Los Soturi utilizaban; sencillas lanzas, hachas, espadas, martillos y cuchillos. Todas inservibles de no contar con una maño los bastante firme y hábil como para blandirlas adecuadamente. También atravesaron los altares donde se daban ofrendas a los ancestros para que estos guiasen desde la tumba a quienes compartían su sangre.

Tras una caminata no muy extensa, los edificios empezaron a ceder terreno a la pendiente desnuda del volcán. En su altura se podían ver las cavernas excavadas en la roca para fungir como un hogar destinado a Los Deformes; hijos de La Tribu Soturi que llegaron al mundo débiles, enfermizos y malformados, indignos de portar un arma o de ejercer las artes de la lucha y la guerra.

Wan pudo ver cómo en una de esas cuevas se habían aglutinado algunos Deformes. Era de esperarse que personas tan lastimeras y frágiles sintiesen admiración por un medroso que se refugiaba bajo fuerzas inhumanas.

El Capitán se paró delante de los flacos hombres y las raquíticas mujeres que rodeaban la entrada a la cueva. Ellos no tardaron en notar su llegada y se apuraron a apartarse. No era necesario que Wan les ordenara, era ley entre Los Soturi que los inferiores se alejasen de los superiores. Y en esa ciudad no había nada por debajo de Los Deformes.

El Capitán ingresó en la cueva, encontrándose con otros tres soldados de la ciudad y con una figura especialmente llamativa: una mujer de casi cuatro codos de altura que, al igual que sus tres compañeros, mantenía la mirada fija en el extranjero. Sus manos, por otra parte, descansaban sobre una empuñadura de cobre que continuaba descendiendo con un largo mango de madera que culminaba en una pesada y filosa cabeza. Esa hacha de hierro era conocida como El Alud, un regalo creado especialmente para su dueña, Bojevnica, cuando esta fue ascendida al rango de teniente, dejando su autoridad sometida únicamente a la del Capitán.

Pero pronto los ojos de Wan saltaron de la pelirroja Bojevnica hacia el personaje que presidía la escena y alrededor del cual se habían sentado los niños Deformes: su figura se mantenía enteramente escondida tras las telas azuladas de su túnica y una capucha purpúrea escondía gran parte de su cabeza. Únicamente quedaba expuesto su rostro; delgado, pálido y de brillantes ojos obscuros.

El Capitán Wan no perdió el tiempo y, siguiendo la naturaleza de su gente, tomó la iniciativa hablando primero:

-¿Quién eres tú y qué pretendes en esta ciudad?-. El extranjero posó su mirada sobre el líder Soturi. Su expresión no mostraba ni el más reducido ápice de miedo o respeto ante Wan Manarmi.

-No es necesario que explique mis intenciones o razones para estar aquí.-declaró el encapuchado-Las mismas fuerzas que son capaces de señalarme los hogares donde duermen las gemas ya me han advertido que mi presencia no es del agrado de los habitantes de este lugar. O al menos no es del agrado de la población más bélica y sus líderes.-. Agregó con un dejo de reproche que irritó a Wan, Bojevnica y a los cuatro guardias presentes.

-Sólo estoy esperando a que mis hospitalarias anfitrionas me suministren de las vituallas necesarias para que pueda proseguir mi camino.-se excusó el forastero-En cuanto esté listo abandonaré esta cueva y me alejaré de esta ciudad sin causar mayor tumulto.-. Fue su última declaración.

Wan odiaba eso. Odiaba cuando los débiles demostraban raciocinio y sensatez, detestaba admitir que lo que decía ese extranjero era lógico. Pero incluso un guerrero debe entender cuándo es tiempo de pelear y matar, y cuándo es tiempo de bajar las armas.

Y como si la excusa del viejo la hubiese conjurado, entró a la cueva una mujer Deforme con un saco en las manos. Wan pudo alcanzar a ojear su contenido; hogazas de pan y restos de frutas y verduras. Los únicos alimentos que se le concedían a los frágiles. El resto del alimento ganado en los saqueos se destinaba a mantener nutridos a los fuertes, tal y como lo dictan las leyes más esenciales de la naturaleza.

El forastero se levantó y se acercó a la Deforme, recibiendo la bolsa con sonoros agradecimientos, demostrando un respeto que debería haberse dirigido hacia El Capitán de Los Soturi, no a un esqueleto de figura tenuemente afeminada y cargado de restos de comida. A ese descaro pronto se agregó una alegre y risueña despedida para los escuálidos infantes, decorada con promesas de reencuentros y de futuros esperanzadores; otro acto que encendió fuego en la mirada de Wan, su Teniente y sus soldados. Compadecerse de los frágiles era un desperdicio y, al mismo tiempo, una muestra de debilidad en sí misma.

Por fortuna, aquel extranjero ya estaba emprendiendo su marcha. Hasta que se detuvo, justo en el límite de la entrada a la cueva. Entonces se giró y centró su mirada en El Capitán Soturi.

-Por poco lo olvido; muy pronto serán invadidos.-. Fue lo que declaró con una banalidad que casi se sentía ofensiva.

Luego de tal presagio, el forastero abandonó por completo la cueva. Los soldados y sus superiores quedaron anonadados por la soltura que el extranjero empleó al dar esa noticia.

Wan eventualmente pudo sacudir el estupor de su cabeza. Se giró y buscó a Bojevnica con su mirada. La Teniente comprendió de inmediato, sin necesidad de vocalizaciones, lo que se debía hacer.

La pelirroja y El Capitán se apuraron a salir de la cueva, encontrando al forastero a pocos estadios de distancia. Ambos se acercaron a él por la espalda, Bojevnica lo sujetó del brazo izquierdo, Wan del derecho.

-¿Qué significa eso?, Explícate brujo.-. Demandó con voz severa El Capitán.

-Un ejército llegará desde El Occidente para atacar esta ciudad…realmente no considero que sea una predicción difícil de comprender…-. Su burla se vio interrumpida por el aumento de la presión en el agarre de Bojevnica.

-¿Cuántos son?, ¿Cuándo llegarán?-. Interrogó Wan.

-Demasiados. Después de que la noche haya caído sobre la ciudad ellos lo harán.-. Contestó brevemente el hechicero.

El Capitán Soturi se colocó delante del vidente. Sus ojos registraron la expresión del forastero en busca de algún signo de falsedad o burla, mientras que su mente era roída por el peligro y el temor inolvidable de que se repitiesen los eventos de hacía quince inviernos.

-Las fuerzas con las que me comunico-explicó el encapuchado-no solo pueden relatarme lo que está por acontecer, sino que también pueden hablarme de lo que está escondido incluso para los ojos, los sentidos y la misma conciencia…Usted tiene miedo, Wan Manarmi. Pero le aseguro que no hay razón para ello; los invasores no portan ninguna forma de magia o tecnología. Solo están armados con herramientas de madera y piedra. Será una lucha del tipo que les complace.-. Fue la revelación dicha por el brujo en un tono seco e indiferente.

-¿Estás seguro?-. Cuestionó El Capitán.

-Estoy tan seguro de ello como lo estoy de conocer esos sentimientos pecaminosos que tiene por a la mujer de mi izquierda.-. Declaró con una sonrisa dentada y una carcajada muda.

Bojevnica, extrañada por las implicaciones de tales palabras, se apartó algunas pulgadas del extranjero, sin llegar a soltarle el brazo, y dirigió su mirada hacia Wan. El Capitán cometió el error de dejar expuesto su sobresalto con una inconfundible mueca mientras daba más de un paso hacia atrás. Habiendo conocido a Wan desde hacía tantos años, siendo ella su mano derecha y una de sus más cercanas confidentes, Bojevnica supo reconocer la verdad de la revelación hecha por el brujo. Su sorpresa la llevó a soltarlo y a alejarse, con su mirada fija en Wan.

-Ahora, si me disculpan,-retomó la palabra el extranjero-tengo lugares más importantes a los que ir.-.

Sin esperar una reacción por parte del Capitán o La Teniente, el encapuchado reanudo su camino. Pasó al lado del propio Wan sin siquiera dignarse en dirigirle la mirada, sólo se alejó en absoluto silencio.

Ni El Capitán ni su Teniente hicieron el esfuerzo de detenerlo. Ya no había razón para ello; les había dicho todo lo que necesitaban saber, e incluso si no hubiese sido así ellos no habrían querido recaer en la ayuda de un brujo. O esa era la excusa que sus mentes elaboraron durante esos instantes de silencio. Ninguno de los dos era capaz de reconocer que la vergüenza los había paralizado. Wan mantuvo su mirada fija en el suelo, incapaz de encarar a Bojevnica. Ella mantuvo sus ojos sobre su Capitán. La mente de la pelirroja consideró muchas veces la idea de hablar, pero prefirió primero esperar a que Wan levantase los ojos del suelo.

Tras un momento que pesó como un año, El Capitán Soturi volvió a sacudir la estupefacción de su cabeza. La mente de los guerreros solo debía tener como obsesión la euforia del combate. Los dilemas del corazón eran para poetas y filósofos.

Recuperando la compostura y la firmeza en su voz, Wan ordenó a Bojevnica que bajase a la ciudad y diese la alarma. Todos debían reunirse en el lado Oeste. Si lo que el brujo decía era correcto, entonces sus invasores debían encontrarse a más de cuatro leguas de distancia. Tenían que ir a enfrentarlos mientras estuviesen lejos de las faldas del volcán. La teniente comprendió y bajó la ladera, en momentos como ese no había tiempo para retrasarse en el cumplimiento de las órdenes.

Wan volvió a la cueva y dio la misma orden a los soldados que se quedaron allí. Los cuatro bajaron junto a su Capitán para extender la noticia por la ciudad.

En poco tiempo todo el murmullo que normalmente fluía al pie del volcán se convirtió en una marejada de pasos, llamados y trabajos interrumpidos. Los niños corrieron a sus casas para refugiarse junto a sus madres, tal y como se les había instruido desde que aprendieron a caminar. Las mujeres, a su vez, abandonaron sus labores para ir a cubrir las puertas y ventanas de sus hogares; por su parte, los hombres abandonaron las forjas y los campos de entrenamiento para ir a las armerías esparcidas por la ciudad y en sus residencias.

Wan, mientras tanto, se dirigió a buscar a una de sus sargentos más leales y otra querida amiga. Corrió a la esquina Sudoeste de la ciudad, hacia el campo de entrenamiento donde los niños pasaban sus mañanas y tardes bajo la tutela de Alicia Korova. Muchas filas de pequeños Soturi se cruzaron con él, forzándolo a detenerse para cederles el paso. El campo de entrenamiento ya debería de estar vacío para cuando llegase.

A Wan no le hizo falta correr mucho más tiempo para poder distinguir en la distancia el inconfundible perfil de Alicia Korova: su estatura, mayor que la de Bojevnica, hacía visible su figura aun habiendo más de diez estadios de distancia entre ella y Wan. Se podían notar fácilmente sus largos y tonificados miembros, así como su definido abdomen, todo vanidosamente expuesto por sus ropajes; Alicia aprovechaba el aire naturalmente cálido de Vulnarok para limitar sus prendas a un par de piezas de piel de animal que dejaban expuesta su musculatura y le daban una apariencia más cercana a la de una salvaje indígena que al de una habitante de la ciudad basáltica.

Wan alzó su mano y llamó con fuerza a la instructora gigante. Ya solo faltaban unos cuantos estadios más para llegar con ella, pero un movimiento por debajo de la línea de visión del Capitán lo obligó a frenar su paso y bajar la mirada; una pequeña figura se acercaba a él, ataviada con una armadura adaptada a su delgado torso y con una espada demasiado grande para sus brazos colgando de su mano a pocas pulgadas del suelo. Pequeños pies frenaron su carrera en seco, delante del Capitán, mientras que el brazo libre se levantó con el puño señalando a un costado para después doblar su codo y golpear el hierro de la coraza dos veces. Ese era el antiguo saludo tradicional de los guerreros Soturi.

-Salud, Capitán Manarmi.-exclamó la aguda voz del niño-Estoy preparado y listo para servir en el campo de batalla, Señor.-.

Wan dejó expuesta una pequeña sonrisa, permitiendo que la alarma y la urgencia se reemplazasen momentáneamente por la simpatía que provocaba el desmedido entusiasmo de Tomi.

Hacía poco más de siete lunas que su padre había caído durante un ataque a una tribu vecina. Pero Tomi pudo encontrar consuelo y alegría en los entrenamientos impartidos por la gentil giganta, quien siempre se mantuvo cerca para instruirlo, enseñarle a superar sus límites y alentarlo día tras día. Por todo ello, Tomi acabó adoptando una entrega y dedicación incomparables para con sus entrenamientos, siendo siempre el primero en llegar y el último en abandonar el campo de Alicia.

Virtudes admirables para alguien tan joven, pero:

-Lo siento, pequeño.-se disculpó Wan mientras colocaba su maño sobre la cabeza de Tomi-Pero no puedes venir con nosotros, alguien tiene que quedarse a cuidar la ciudad. Especialmente a tu madre y al bebé que lleva dentro, ¿Crees ser capaz de hacer eso?-. Mintió ingeniosamente El Capitán.

Tomi agachó la cabeza, contempló sus propios pies por unos momentos y volvió a levantar la vista, asegurando que protegería la ciudad con todas sus fuerzas; promesa que remarcó alzando su espada tan alto como se lo permitieron los brazos, otro acto de valor que extendió la sonrisa de Wan.

Tomi se giró, encarando a su instructora y despidiéndose de ella:

-¿Me prometes que volverás?-. Preguntó el alumno.

-¿Ha habido alguna vez en la que no lo haya hecho?-. Fue la respuesta que su maestra decoró con una sonrisa confiada.

Tomi se contagió de ese sentimiento antes de despedirse de los dos adultos y alejarse.

Alicia consultó a Wan por las órdenes que él tenía para ella, a lo que su Capitán le respondió pidiéndole que ayudara a reunir a los hombres y que los organizase fuera del muro occidental para partir hacia la tundra. Alicia aceptó la tarea, agregando que también iría a su casa a buscar su arma y algunas ropas.

Luego de eso, Wan se dirigió a afuera de la ciudad para esperar a sus soldados y organizarlos en las formaciones de combate.

No tardó mucho tiempo en llegar al muro Oeste y aún menos tiempo tardó Bojevnica en hacer acto de presencia, junto con varias decenas de guerreros a su espalda y con Bjölnar, su amante, a su lado. Aquel afortunado Sargento se acercó a Wan, su viejo amigo, preguntando por la razón del tumulto:

-Entiendo que habrá una invasión, pero incluso desde aquí no puedo apreciar ningún ejército, ¿Sabemos de dónde vendrán o quiénes son?-.

-Sólo sabemos que vienen del Occidente y que son muchos. No conocemos sus nombres, pero, teniendo en cuenta la dirección por la que se aproximan, deben ser La Tribu de los Hombres de la Tundra.-. Respondió Wan.

-¿Cómo saben la dirección por la que vienen pero no sus números?-.

-No hay tiempo para explicaciones, tenemos que emprender la marcha al Oeste tan pronto como sea posible.-. Fue la contundente y corta conclusión del Capitán.

La conversación entre Wan y Bjölnar terminó en el momento justo para que el primero viese acercarse a Alicia con otras decenas de Soturi a su espalda, un garrote férreo en su mano y su cuerpo cubierto, a regañadientes, de largas pieles que la mantendrían abrigada del frío de la tundra. Wan le indicó que se acercase y, una vez reunidos los cuatro guerreros de mayor rango, El Capitón les señaló a Alicia y a Bjölnar las formaciones que debían adoptar los hombres que ya estaban presentes y los que todavía estaban llegando; instrucciones que ambos Sargentos cumplieron con la misma diligencia que en tantas otras ocasiones.

Hizo falta tiempo para que la totalidad de las fuerzas Soturi estuviesen presentes y formadas como se debía, momento en el que Wan les dio a sus hombres una explicación no muy distinta a la que ofreció al amante de Bojevnica. Pero en esa ocasión agregó palabras de coraje, asegurando que, fuesen Hombres de la Tundra o no, esos invasores lamentarían el día en que decidieron acercarse a Vulnarok y desafiar la fuerza de los Soturi.

Sin necesidad de pronunciar otra palabra, las tropas emprendieron su viaje con El Sol ligeramente inclinado al Oeste, hacia la dirección que debían seguir, con su Capitán, su Teniente y sus dos Sargentos liderando la marcha en el frente.

-¿Cuántos creen que sean los números de nuestros enemigos?-. Preguntó Bjölnar a su amante y a su viejo amigo mientras se alejaban del pie del volcán.

-Suponiendo que sean Hombres de la Tundra…-respondió Bojevnica-…estimo que pueden ser más de dos mil soldados.-.

-Bien, significa que cada quien podrá matar a al menos un soldado enemigo.-. Concluyó el barbado Sargento.

-¿Eso es todo de lo que eres capaz, Bjölnar?-. Cuestionó Wan con evidente burla.

-Puedo matar a más hombres que tú y lo sabes.-.

-¿Tan seguro estás de eso?-.

-Tan seguro como para apostar al amor de mi vida…-declaró El Sargento, llamando la atención de La Teniente y del Capitán-…¡A La Degolladora!-. Exclamó mientras levantaba su labris delante de su rostro, ganándose un tenue puñetazo de Bojevnica y una risa contenida de Wan. Un acto nacido más por nerviosismo que por auténtica diversión.

-¿Y qué apostará usted, Capitán?-. Preguntó Bjölnar mientras calmaba sus propias risas.

Wan llevó su mano al mentón y, tras reflexionarlo rápidamente, respondió:

-Yo apuesto siete ánforas de mi reserva personal de vino a que puedo matar más hombres que tú.-. 

-Bien,-respondió El Sargento-con ese vino tendré una excusa para invitar a Bojevnica a mi casa cada noche de la semana.-. Una declaración que no quedó sin recibir su correspondiente golpe.

-Si van a apostar-agregó Alicia-yo también participo: si yo consigo matar a más enemigos que ustedes, ambos tendrán que ayudarme a entrenar a los niños durante una semana. Pero, si cualquiera de los dos consigue más muertes que yo, entonces le cocinaré al ganador cada comida durante toda la semana, ¿Cómo les suena eso?-. Preguntó la giganta con una sonrisa satisfecha.

-Me suena a que, gane o pierda, terminaré siendo torturado durante una semana completa.-. Respondió Bjölnar, ganándose una sonora risa de Wan, un resoplido alegre de Bojevnica y un potente insulto de parte de Alicia.

Con la ligereza que traen las carcajadas, El Capitán sintió mucho más rápidos sus pasos. Las tres personas que lo acompañaban no eran simples subordinados, eran sus amigos, gente con la que había compartido risas y lágrimas a lo largo de los años. Incluso teniendo los deseos que tenía por Bojevnica, estaba seguro de que podía confiar en ella, en Bjölnar, en Alicia. Que ellos siempre le cuidarían la espalda, así como él siempre les estaría cuidando las suyas. Esa era la ley de Los Soturi.

El ejército continuó su marcha durante toda la tarde, alejándose cada vez más de su ciudad basáltica y de las faldas del volcán que se había convertido en refugio de la tribu. Tras caminar una legua sólo se podía apreciar la difusa silueta de los muros que la rodeaban. Pero los guerreros no se giraron a ver su ciudad y tampoco pudieron percatarse de la pequeña figura que los seguía desde lejos.

Tras caminar otra legua las pendientes del volcán se antojaban pequeñas en la lejanía. Mientras que la cálida y rocosa llanura de sus alrededores abrió paso a la gélida tundra, pobremente poblada por matorrales y musgos, y tan fría como para obligar a la vanidosa Alicia a cubrir gran parte de su escultural cuerpo.

Poco tiempo después de empezar a recorrer la tercera legua pudieron verlos:

Tal y como había pronosticado Bojevnica, el ejército contrario estaba conformado por más de dos millares de hombres, cubiertos de pieles animales y portando lanzas cuyas puntas metálicas resplandecían con extraños brillos gracias a la baja altura del Sol vespertino. Esa luz también provocó que las sombras de las lanzas se alargasen junto con las siluetas de sus dueños, rodeándolos de un aura fantasmagórica; un carácter que se debía especialmente a las formas proyectadas por sus cabezas, escondidas tras máscaras y cascos que apenas se podían distinguir entre la distancia y el fulgor solar que caía sobre sus espaldas. Aquellos adornos brillaban pálidamente gracias al hueso de los cráneos con los que estaban fabricados; cráneos de osos, ovejas, lobos y caribúes, todos limpiados y cubiertos de pinturas rituales, como lo exigían las tradiciones de Los Hombres de la Tundra.

Aquella imagen habría provocado terror y nerviosismo en hombres de mentes lógicas, no solo por el aire irreal de aquel ejército, sino también por sus muchos números. Pero el cerebro Soturi distaba mucho de poderse considerar lógico.

El Capitán Wan dio un paso al frente, sin importarle el número, ignorando el uso por parte de sus enemigos de armas metálicas y de formas extrañas. Él se colocó delante de sus tropas, tomó el cuerno que colgaba de su cinturón, dio un hondo respiro, colocó sus labios en la punta y sopló con todas sus fuerzas. Un grave grito resonó por el aire, arrastrado por el viento, y pronto se sumó a éste el golpe de lanzas contra el suelo, de hachas, martillos y espadas contra las armaduras y los escudos; todas herramientas para la guerra, todas forjadas usando hierro de Vulnarok calentado con lava. Incluso Alicia, quien carecía de armadura, se unió a la percusión de sus compatriotas golpeando su clavícula con el brazo libre.

Cuando a Wan se le terminó el aliento, obligándolo a detenerse, los golpes continuaron. El Capitán dio otro respiro y volvió a hacer sonar su cuerno. Esa vez se sumó el grito grave y primitivo de un soldado, al cual se unió otro y un tercero y un cuarto y un quinto, hasta que todos Los Soturi cantaron juntos en un coro profundo y violento, acompañado de golpes cada vez más rápidos. Un estruendo que sacudió los matorrales y se extendió por la tundra. Hasta que el cuerno de Wan volvió a callarse y las voces y golpes lo siguieron en su silencio.

El Capitán se permitió un instante para respirar mientras volvía colgar el cuerno en su cinturón. Luego su mano se movió a la empuñadura de su mandoble y lo desenvainó. Con la fuerza de un único brazo consiguió elevar la guarda por encima de su cabeza, señalando al cielo con la punta en un ángulo recto como el de una aguja. Fue entonces que Wan Manarmi dio un último respiro, dejó que el frío del aire, atenuado por El Verano, fluyera por su garganta. La espada descendió en un único e impecable movimiento, señalando a Los Hombres de la Tundra.

La boca de Wan se abrió, preparándose para gritar una orden que nunca sonó.

-¡Al ataque!-. Estalló la voz de Tomi mientras pasaba a un lado del Capitán, desconcertándolos a todos.

Cada cabeza Soturi se había mantenido fija en dirección al Oeste, incapaces de percibir al niño mientras éste los seguía en la distancia durante todo el camino hasta el campo de batalla. El rito de guerra no les permitió percatarse de su delgado cuerpo mientras se deslizaba entre sus vientres y piernas. Y por encima de todo, le había robado a Wan el placer de iniciar la carga de sus tropas.

Sin embargo, el rostro del Capitán se dobló en una sonrisa de orgullo. Ahí estaba corriendo una nueva generación de guerreros, un nuevo ejército capaz de mantener las tradiciones Soturi. Pero no podía permitir que un niño lo dejase en vergüenza frente a sus hombres, así que inició su carrera contra el enemigo y, pronto, el resto de soldados se unió a él.

Tomi corrió con todas las fuerzas que tenían sus piernas, pero Wan, Bojevnica y Bjölnar eran adultos con muchos más años de entrenamiento que él. No tardaron en sobrepasarlo y dejarlo a atrás. El niño, sin embargo, estaba dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse a la altura de sus mayores, por lo que intentó aumentar la velocidad de sus pasos aún más, cerrando los ojos por el esfuerzo que le exigía a su cuerpo. Por ello no pudo darse cuenta de la mano que descendió sobre él. De repente sintió que sus pies se separaban de la tierra y que su cuerpo era arrastrado a través del aire, antes de quedar posado en una superficie suave y mullida, con sus piernas colgadas de un borde curvado. Su mano instintivamente se movió en busca de algo a lo que aferrarse, encontrándose con la textura y la calidez de la piel humana en la punta de sus dedos.

Tomi finalmente abrió los ojos y comprendió lo que había pasado: su maestra, Alicia, se había acercado a él y lo había levantado del suelo, sentándolo en su hombro y dejándolo a una altura de más de cinco codos por encima de la tierra. Una posición que no fue del agrado de Tomi, pero con la que terminó por conformarse. Al fin y al cabo, alguien tenía que cuidar la espalda de Alicia.

La carrera de las tropas Soturi continuó, reduciendo los estadios que los separaban de Los Hombres de la Tundra en poco tiempo. Fue entonces que Wan pudo reparar en las armas de sus enemigos: eran similares a las lanzas que sus hombres portaban, pero el extremo superior era distinto, con una forma que se asemejaba más a un ánfora de metal y de pequeño tamaño, con diminutas y coloridas luces centellando por su superficie. Wan recordó la advertencia del brujo; “Solo están armados con herramientas de madera y piedra”. Esas fueron sus palabras…

Sin embargo, no hubo más tiempo para reflexionar sobre aquella incongruencia. Los Hombres de la Tundra bajaron sus armas, apuntándolas en dirección a Los Soturi y exponiendo el interior hueco de aquellas formas metálicas en sus extremos. Un vacío obscuro que rápidamente se llenó con una luz similar a la de los rayos que caen del cielo, seguida de una forma circular que voló por el aire a una velocidad acorde a tal similitud.

El hierro de las armaduras y de los escudos no fue capaz de frenar esas esferas luminosas y la carne y el hueso Soturi fueron atravesados con una facilidad casi insultante. En menos de un parpadeo más de un centenar de soldados cayeron al frío suelo de la tundra.

El temor retumbó entre los corazones Soturi, especialmente en los más viejos, aquellos que sobrevivieron a la destrucción de su primera ciudad, quienes recordaban claramente los horrores de la tecnomagia. Lamentablemente, huir de una lucha era considerado un acto de cobardía sólo a la altura de Los Deformes.

Los Soturi más experimentados y hábiles consiguieron evadir la segunda ráfaga de proyectiles, mientras que los menos versados se dejaron superar por el miedo y cayeron víctimas de aquella sustancia luminosa que, en otras tierras, era conocida como “plasma”.

Wan, Alicia, Bojevnica y Bjölnar consiguieron evadir la primer y segunda ráfaga de disparos, y para cuando sus enemigos estaban por disparar la tercera, los cuatro se encontraban a menos de un estadio de ellos.

Alicia arremetió con la potencia de un ariete, derribando a más de cuatro Hombres de la Tundra con un sólo golpe de garrote. Tomi se encargó de hacer uso de su espada para rematar y dañar a los que habían conseguido apartarse de la embestida de su maestra.

Bojevnica y Bjölnar se mantuvieron juntos, uniendo la potencia de La Degolladora y del Alud para romper las filas enemigas y abrir una brecha por la que el resto de Los Soturi pudiesen adentrarse en la formación de Los Hombres de la Tundra.

Wan, por su lado, aprovechó la longitud de su mandoble para cortar los cuellos y brazos de sus enemigos sin perder tiempo en acercarse a ellos. En ese momento ya no había espacio para juegos ni fintas; esos bastardos deshonestos no merecían siquiera la posibilidad de contraatacar.

De esa forma, los mejores cuatro guerreros entre Los Soturi intentaron entorpecer la ofensiva enemiga y abrirle paso a sus camaradas para que acabasen con esos “hombres” de la tundra. La esperanza de Wan y sus allegados era que las armas de sus oponentes resultasen inútiles para el combate cuerpo a cuerpo y que esos enmascarados fuesen lo bastante incompetentes en la lucha como para superarlos una vez acortadas las distancias. Por desgracia, esa esperanza sirvió de poco; en el tiempo que le tomaba a un Soturi matar a dos enemigos, un Hombre de la Tundra ya había disparado su arma cuatro veces.

Alicia hizo lo posible por disminuir los números de sus enemigos. Sosteniendo su garrote con ambas manos conseguía destrozar los cráneos de cuatro oponentes de un sólo golpe, mientras que Tomi lanzaba estocadas desde el hombro de su maestra. Una acción que se demostró inútil cuando la punta de la espada rebotó contra cada casco y máscara ósea.

-¡Maestra!,-exclamó el niño-Los cráneos son muy gruesos, no puedo atravesarlos.-.

-No les lances estocadas,-respondió Alicia-golpéalos con el filo, deja que el peso de la espada haga el trabajo, como te enseñé.-. Explicó la giganta. Luego liberó una mano del garrote y lo levantó por encima de su cabeza con el otro brazo. La maciza arma cayó con fuerza, destrozando un casco úrsido.

Tomi imitó el movimiento de su maestra; levantó su espada tan alto como sus brazos pudieron y luego dejó caer su hoja, permitiendo que la gravedad acelerase el golpe y consiguiendo así romper los cascos y máscaras de los hombres bestia. La sangré escurrió entre las grietas de un cráneo lupino, pero el pequeño no sintió asco por ello, de la misma forma que fue incapaz de reconocer el peligro en el que se encontraba. Meses de enseñanzas Soturi impartidas por Alicia le impedían comprender el horror de aquel escenario en el que se había adentrado sin permiso.

Al mismo tiempo, Bojevnica y Bjölnar se mantenían espalda contra espalda, atacando sin piedad ni pausa a la vez que se cuidaban mutuamente. La pelirroja blandía El Alud con un único brazo, acertando muchos cortes profundos en los cuerpos de sus enemigos, mientras que con su mano libre propinaba potentes puñetazos y quitaba los cadáveres de su camino. Por su parte, Bjölnar hacía honor al nombre de La Degolladora, dirigiendo los movimientos de su pesada labris directo al cuello de Los Hombres de la Tundra y, ocasionalmente, también dirigiéndolos al vientre de dos o tres de ellos, atravesando fácilmente el cuero con el que se cubrían.

A su vez, Wan continuaba atacando los cuellos, brazos y cabezas de sus enemigos, buscando salvar tantas vidas Soturi como le fuese posible al mismo tiempo que se movía constantemente, esquivando los disparos luminosos que surcaban el aire de esa llanura congelada. Los movimientos y velocidades del Capitán hicieron que su sangre se acelerara dentro de sus venas, calentando sus músculos y huesos, un estado acorde a los sentimientos que predominaban en él: furia por la muerte indigna de sus hombres, desprecio por aquellos cobardes que habían recaído en la tecnomagia para obtener la victoria y odio contra aquel brujo incompetente quien, además de débil, resultó ser un presumido injustificado. Alardeó de su capacidad para conocer el futuro pero terminó entregando una predicción completamente errada.

-¡Oh, por Mis Cinco Ríos!, ¿Realmente crees que te di un pronóstico errado…¡Por accidente!?,-resonó la voz del hechicero-Sabía que ustedes eran una raza bruta y troglodítica, pero tú realmente superaste todas mis expectativas.-. La carcajada del brujo resonó burlona a pulgadas de los oídos de Wan.

El Capitán Soturi giró su cabeza en todas las direcciones que le permitía su cuello, pero no pudo encontrar al encapuchado ni cerca ni lejos de él ni en ninguna otra parte del campo de batalla.

-No te molestes en buscarme, tus limitados sentidos y tu estrecha mente son incapaces de ubicarme.-.

-¡Muéstrate, bastardo malnacido!, ¡Háblame de frente!-. Gritó Wan al aire justo antes de ver una bola de luz dirigiéndose hacia él. Sus reflejos le permitieron evadirla y sus piernas lo acercaron al atacante, dándole la oportunidad de apuñalarlo en el estómago.

-¿Por qué bajaría al campo de juego?,-respondió la voz dentro del cráneo de Wan-Desde la tribuna puedo ver todo lo que pasa: puedo verte a ti tratando de remendar los errores provocados por tu necedad. Puedo observar a tu querido amigo y a su mujer, aquella a la que deseabas, quedando rodeados de soldados enemigos, a solo un paso en falso de morir juntos, uno en brazos del otro, como en una tragedia clásica. También puedo ver al renacuajo montado en los hombros de aquella gorila del garrote, como un pequeño hito colocado en lo alto de un tronco. Ansío ver quién morirá primero, ¿El alumno o la maestra?, Cualquiera sea el resultado, terminará siendo un espectáculo deleitable para la vista.-. Relató la voz incorpórea entre un sinnúmero de estrepitosas carcajadas que golpearon la cabeza de Wan como una avalancha.

El Capitán estalló en un grito de rabia, incapaz de arremeter contra aquel embaucador, ese charlatán que los había llevado ante la manada de los lobos para ser devorados sin piedad. Pero todavía tenía el consuelo de tener en frente de él a los responsables directos de la muerte de sus hombres, seres físicos y tangibles que podían ser cazados y asesinados. Guiado por esa idea nacida de una conciencia cada vez más nublada, Wan se lanzó contra las fauces de los lobos, agitando su mandoble de un lado a otro, derramando la sangre de Los Hombres de la Tundra y dejando que sus cuerpos se apilasen junto a los de Los Soturi.

Alicia escuchó el grito de su Capitán en la distancia. Recorrió sus alrededores con la mirada y rápidamente encontró el mandoble de Wan agitándose entre los cráneos pintados. Por su mente se atravesó la idea de acercarse a él para asegurarse de que no se pusiera a sí mismo en peligro, pero una luz brilló en la periferia de su ojo. Alicia dobló sus rodillas e inclinó el torso, evitando que ella y Tomi fuesen alcanzados por el disparo. Después volvió a centrarse en sus enemigos más próximos. En sus adentros pidió disculpas a Wan, esa vez no podría contar con ella para que le cuidase la espalda, no cuando había alguien mucho más vulnerable entre ellos.

En otra parte del campo de batalla, Bjölnar alcanzó a escuchar un grito distante, bestial e iracundo, pero con una voz que pudo reconocer con facilidad. Supo que algo le había o le estaba pasando a su Capitán. Se alejó de Bojevnica sin dirigirle la palabra, moviéndose en la dirección desde la que había llegado el grito. Un cedro de cráneos animales se interpuso en su camino, obligándolo a abrirse paso a punta de golpes de labris. La pelirroja se dio cuenta tarde de la ausencia de su amante. Quiso acercarse a él para ayudarlo y seguir protegiéndolo, pero sus ojos se deslizaron en otra dirección; hacia un Hombre de la Tundra que apuntaba su artilugio directamente a Bjölnar. La Teniente abrió sus labios para advertirle al Sargento, pero el disparo fue más rápido que su voz.

La esfera lumínica atravesó la espalda de Bjölnar y lo hizo caer de bruces al suelo. Las piernas de su amante avanzaron rápidamente, sus pies a duras penas rozaban la tierra mientras corría y su mente no era capaz de comprender del todo lo que había pasado ante sus ojos. Pero su cuerpo, entrenado durante años, se movió por instinto, sabía que quedarse quieta era un suicidio, ella debía moverse. Un impulso que el corazón de Bojevnica usó para cumplir el único deseo que entonces podía albergar.

Las rodillas de La Teniente descendieron, deslizándose sobre la tierra hasta llegar al cuerpo de Bjölnar. El Alud cayó de la mano de su dueña y los brazos de la pelirroja se dirigieron a los hombros del Sargento. El calor que ascendía desde la herida cauterizada hasta sus antebrazos le provocó un nudo en la garganta. Al darle la vuelta al cuerpo de su amante, la pelirroja vio que el frente de su coraza estaba al rojo vivo. El disparo por poco no llegó a atravesarla. Bojevnica lo entendió de inmediato, era inútil negar la realidad que tenía frente a ella. Sólo le quedaba llorar, lamentar entre sollozos la pérdida del único hombre que consiguió ganarse su corazón mientras dejaba caer sus lágrimas sobre el hierro calentado. Las gotas de líquido sisearon al contacto con ese intenso calor, sonido que no tardó en verse ahogado por los pasos que se agitaban alrededor de Bojevnica y del cadáver de Bjölnar.

Los sollozos de La Teniente empezaron a apagarse. Su mente recordó el lugar en el que estaba, recordó quiénes la rodeaban, recordó que ellos eran los despreciables y míseros pusilánimes que le arrebataron la vida a Bjölnar de una manera indigna y deshonesta. Y así el dolor se transfiguró en odio y el odio en ira.

Una de las manos de Bojevnica recogió al Alud, la otra levantó a La Degolladora. En un rápido movimiento de piernas la pelirroja se apartó del recorrido de uno de los disparos enemigos. Luego se levantó y, con un arma en cada mano, se abalanzó contra todo el que tuviese un cráneo animal encima de la cabeza. Los filos de las hachas cayeron, atravesando la piel, cortando la carne y destrozando los huesos. Algunos de Los Hombres de la Tundra no tuvieron oportunidad de siquiera apuntar sus armas antes de que La Teniente separara sus brazos de sus torsos.

Las manos de Wan se estaban volviendo pesadas, los movimientos que había estado realizando con su mandoble lo estaban agotando. Un hecho que obligó al Capitán a tranquilizarse para así evitar desmayarse del cansancio. Ese instante de lucidez le permitió notar la cantidad de cadáveres esparcidos por la tierra; la mayoría portaba armaduras de hierro y carecía de heridas sangrantes. Un escenario cuyas implicaciones quedaron relegadas cuando Wan observó el tumulto que se había formado no muy lejos de él.

Varios Hombres de la Tundra se estaban amontonando mientras disparaban sus artefactos en una sola dirección, ambas acciones realizadas con notable desespero.

Pensando que tales actos estaban siendo provocados por uno de sus hombres, Wan se acercó al lugar, abriéndose paso entre sus enemigos a base de puñaladas y barridos de su mandoble. Pronto alcanzó a observar entre los cráneos a aquella figura que corría de un lado a otro en la distancia, sacudiendo un arma en cada mano y sembrando el terror entre Los Hombres de la Tundra. Grande fue su sorpresa cuando vio que se trataba de su Teniente Bojevnica, pero pronto su atención se centró en un único detalle; el arma que portaba a parte del Alud, La Degolladora de Bjölnar. La mirada de Wan saltó del labris al rostro de la pelirroja, sus ojos estaban inyectados de sangre, sus pupilas temblaban y su rostro estaba deformado en una mueca de rabia, con los labios abiertos, enseñando los dientes y dejando salir poderosos y feroces gritos.

Los indicios eran claros, pero El Capitán no se sintió capaz de aceptarlo, de reconocer que uno de sus más queridos amigos había muerto y que, peor aún, él mismo era el culpable de ello. Ese choque de emociones enlenteció sus reflejos y entorpeció sus sentidos, impidiéndole reaccionar al momento en el que Bojevnica recibió un disparo en el costado de su abdomen, causando que esta trastabillara y cayera al suelo. Esa visión aterró a Wan, provocando que gritase e intentase ir a ayudar a su Teniente, pero Los Hombres de la Tundra delante de él se lo impidieron.

Bojevnica intentó reincorporarse, pero el dolor le impedía hacer algo más que levantar la espalda de la tierra. No tardó en ubicar sus hachas, cada una estaba a un lado suyo, un rápido movimiento le permitiría recuperarlas, pero algo la detuvo de hacerlo. El desgraciado que le disparó se estaba acercando con su arma apuntándole directamente, al menos ése tenía la decencia de mirarla a la cara. Los ojos de Bojevnica se clavaron en la máscara de cráneo cérvido que la observaba. Ambos se mantuvieron quietos, esperando un movimiento del otro. Bojevnica era consciente de que poco podría hacer desde su posición, pero también sabía que un Soturi pelea hasta el último aliento. Su mano se deslizó hacia el mango del Alud y el Hombre de la Tundra disparó.

Fue difícil, pero Wan consiguió abrirse paso con la ayuda de su mandoble, justo a tiempo para observar cómo el agresor de Bojevnica se acercaba a ella. Sus piernas reaccionaron antes que su conciencia, corriendo hacia ellos con su arma lista para apuñalar al Hombre de la Tundra. Desafortunadamente, el peso del mandoble lo atrasó, el destello del proyectil lumínico le dañó la vista un instante y, luego, la punta de su espada atravesó de lado a lado el abdomen del asesino.

Las manos de Wan soltaron la empuñadura de su espada, dejando que el cuerpo del enmascarado cayese a un lado mientras que sus rodillas descendían a la tierra. Observó el hierro fundido de la armadura, todavía brillando con una tenue luz anaranjada sobre el pecho de Bojevnica. Sus manos se acercaron a su rostro, sus dedos acariciaron sus mejillas. Pudo escuchar cómo su Teniente intentaba pronunciar una última palabra, pero la voz de la mujer se entrecortó, sin aliento ni fuerza, a la vez que sus ojos perdían su brillo.

Wan retiró los dedos de su piel aún tibia. La tundra nunca antes le había parecido tan gélida. Sus ojos se humedecieron con gotas cálidas que intentaban escapar de entre sus párpados. Pero otra sensación se antepuso a todas; un ardor en su pecho que se extendió como el fuego sobre el carbón, un odio bestial que se transmutó en furia salvaje. Los brazos de Wan se estiraron, dirigiéndose a las hachas de sus camaradas caídos.

La Degolladora y El Alud volvieron a danzar por el aire, empuñados por nuevas manos. Sus férreos filos destazaron la carne de Los Hombres de la Tundra mientras se movían en rápidas circunferencias. Su peso metálico separó los brazos de los hombros y las cabezas de los cuellos. Wan Manarmi se convirtió en un remolino de cortes imparables que cegaron la vida de sus enemigos como a una cosecha de trigo.

Muchos Hombres de la Tundra intentaron huir al observar al asesino de las dos hachas acercándose, y Wan siempre los alcanzaba, ignorando el entumecimiento en sus piernas y el frío que esas carreras le generaban en la garganta. Entre persecuciones y ejecuciones, El Capitán pudo divisar no muy lejos de él a Alicia, su última Sargento, siempre destacando entre la multitud gracias a su estatura, la cual en esa ocasión se veía incrementada gracias a la presencia de Tomi en su hombro. Wan continuó con su arremetida, dispuesto a seguir peleando con tal de proteger a la maestra y al alumno, las últimas personas cercanas que le quedaban.

 Entonces escuchó un llanto. Lastimero, agudo, infantil. Wan recuperó la compostura por un instante y se dirigió al origen de esos lloriqueos cada vez más silentes. Rogó a todos los ancestros que no permitieran que aquello fuese lo que se temía. Esa vez ningún hombre intentó detener su avance, aunque quizás eso hubiese sido más beneficioso para su cordura.

El escenario con el que se encontró tras atravesar las líneas enemigas era desgarrador: pudo ver a la gigantesca Alicia Korova de rodillas, dándole la espalda, mientras que a un lado asomaba un delgado brazo y unos dedos aferrados a una espada demasiado grande para su mano.

Los resquicios de compasión que le quedaban a Wan le exigieron acercarse a Alicia para arrancarla del trance en el que se encontraba y ponerla a salvo. Pero Los Hombres de la Tundra no mostraron ese tipo de sensibilidad. Nuevos disparos iluminaron el aire. Wan se vio obligado a agacharse para así preservar su propia vida. Alicia no hizo lo mismo. Ella prefirió lanzarse sobre el cuerpo de Tomi, interponiéndose entre él y los proyectiles, protegiendo a su alumno hasta el final. Wan pudo ver cómo las bolas de luz destrozaron a su Sargento, pero no escuchó gritos de dolor de parte de ella.

Cuando volvió a levantarse, El Capitán Soturi persiguió con su mirada las líneas de humo que se elevaban desde las heridas calcinadas de Alicia. Luego contempló sus alrededores; ya no se veían ni armas ni escudos ni armaduras de hierro, la cacofonía de la batalla se había apagado y el suelo estaba cubierto de cadáveres marcados por grandes quemaduras. Wan se dio cuenta de su soledad, de lo solo que había quedado. Todos los artilugios tecnomágicos fueron apuntados contra el último guerrero Soturi. Un escenario que se coronó con la sonora carcajada del hechicero.

-Este debe haber sido uno de los días más productivos en mi carrera.-la cabeza de Wan se giró en distintas direcciones, encontrándose rápidamente con el encapuchado-No solo me he adueñado de todo un ejército, sino que, como guinda del pastel, también me llevo el alma enérgica y joven de un niño que no tuvo tiempo de siquiera alcanzar la adolescencia, ¡Todo gracias a Wan Manarmi, El Necio Capitán Soturi, el líder inepto que sentenció a sus soldados a morir!-. Fue la mofa que profirió el brujo mientras su espalda se doblaba hasta dejar sus hombros a menos de un codo de altura por encima del suelo.

El último superviviente Soturi no lanzó ningún grito en esa ocasión. Sencillamente se abalanzó hacia la figura del hechicero con sus armas alzadas. Sin embargo, cuando estas bajaron, su filo no se encontró con ninguna materia sólida. El cuerpo entero de Wan atravesó la imagen del hechicero, de manera similar a cómo una mano atraviesa el reflejo en el agua. Pero eso no detuvo su carrera, continuó corriendo hasta que sus hachas se encontraron con los cueros de Los Hombres de la Tundra.

Los ojos de Wan estaban como velados por la niebla, lo único que distinguía era el blanco de los cráneos animales y el rojo de la sangre derramada. Las esferas luminosas que se entrecruzaban en el aire y las carcajadas del encapuchado carecían de cualquier importancia para él. Wan sabía muy bien cómo sería el final de esa batalla, por lo que lo único que le quedaba era dañar a sus enemigos tanto como le fuese posible.

Los huesos pintados se partieron por los golpes filosos de las hachas, cascadas carmesí salpicaron las pieles animales y la tierra. Los artefactos metálicos se rompieron en un vano esfuerzo por detener los filos de Wan y muchos Hombres de la Tundra se amontonaron junto a los cadáveres Soturi.

Por desgracia para El Capitán, esa rabia demente no tardó en cobrarle su precio; un disparo, dirigido con una muy buena puntería o una excepcional suerte, golpeó el codo de Wan. El antebrazo se separó del brazo y La Degolladora volvió a caer al suelo. Sin embargo, esa herida cauterizada poco hizo para disminuir la agresividad del último guerrero Soturi, mientras que el dolor provocado por el desprendimiento de la extremidad sólo consiguió avivar el incendio que dominaba su mente y su corazón.

El Alud continuó dibujando sus letales circunferencias, todas apuntadas directamente a los cuellos de Los Hombres de la Tundra, liberando borbotones de sangre de sus arterias. El Capitán Soturi consiguió tomar la vida de un par de enemigos más antes de que otro disparo lo alcanzase. Esa vez fue en la rodilla, provocando que la pierna se dividiese en dos y que Wan se derrumbase sobre la fría tierra.

Aún a pesar de ello, su brazo siguió moviéndose, sin llegar a soltar nunca al Alud, arrastrando el cuerpo del Soturi superviviente por unos cuantos pasos más. Fue entonces que volvió a atender a su audición, escuchándo las carcajadas del brujo, similares a chirridos metálicos, detrás de su nuca. Con el brazo y la fuerza que le quedaban, Wan consiguió girar sobre su espalda y colocarse de cara al cielo crepuscular. Hizo falta un poco más de esfuerzo para que pudiese levantar la cabeza y así encarar al distante hechicero.

-Ya ríndete, “Capitán”.-ordenó el encapuchado con una sonrisa sardónica e inhumanamente amplia en su delgado rostro-Únete a tus hombres, a tus amigos, a tu amada, a tu esposa, ¡Sumérgete con todos ellos en el fuego líquido del Flegetonte!-. La respuesta de Wan fue un lanzamiento.

El Alud giró en el aire, recorriendo más de tres estadios de distancia, traspasando nuevamente a la figura vestida de azul y clavándose justo en el rostro de un Hombre de la Tundra.

Con esa última satisfacción, Wan Manarmi dejó caer su cabeza sobre la tierra. Contempló el cielo, ya estrellado por el avance del crepúsculo, y detuvo su vista en La Luna, alta, brillante, pálida. Y no muy lejos de ella pudo contemplar una estrella rojiza. Un punto cuyo centelleo incrementó de manera inesperada, una alteración impropia de cualquier astro conocido. Acompañando a ese fenómeno que la mente de Wan Manarmi difícilmente podía comprender, llegó una voz que sólo él fue capaz de oír. Un estruendo que se podría equiparar a la explosión del volcán cuando libera su furia. Esta se limitó a dar una sola y sencilla orden: “levántate y pelea”.

Los Hombres de la Tundra se acercaron, rodeando al último guerrero enemigo con sus armas apuntadas directamente a su torso. Pondrían fin a su vida y luego continuarían el resto del camino hacia Vulnarok.

En ese preciso y exacto momento fue que pasó, un suceso que ningún hombre ignorante de los secretos de los astros podría haber previsto: un haz de luz, una lanza de fuego carmín que descendió del cielo, impactando la tierra con tal fuerza que la resquebrajó, desatando a la vez una poderosa ráfaga de viento.

Los Hombres de la Tundra desviaron la mirada, incapaces de tolerar ese fulgor gules. El encapuchado, aquel que sólo se dejó ver por un hombre en ese campo de batalla, permaneció en su lugar. No le importó que sus ropajes fuesen arrancados por la ráfaga de viento, poco le interesaba el dejar expuesta su piel cenicienta, sus cabellos plateados o los picos de ébano que asomaban entre ellos. Su mirada se mantuvo fija en la luz y en lo que contenía; no dejó de observar aquel prodigio que solo podía tener un origen específico, uno que él conocía a detalle.

El cuerpo del hombre llamado Wan Manarmi se alzó del suelo, elevándose muchos codos por encima de los demás presentes, obedeciendo la orden que se le había dado. Sus cauterizadas heridas se abrieron, permitiendo que brotase una sustancia cuyo color la asemejaba a la sangre, pero que poseía la consistencia del metal líquido. Ese fluido empezó rápidamente a aglutinarse, adquiriendo un estado más sólido, moldeando un par de nuevas extremidades que reemplazaran las perdidas. Aunque éstas aparentaban ser muy desproporcionadas con respecto al resto del cuerpo; un defecto que se solucionó rápidamente a medida que esa coloración sanguínea se extendía por la piel de Wan Manarmi.

Su cuerpo se enderezó, permitiendo que el desnudado brujo contemplase los ojos del Soturi; brillaban de un color amarillento semejante al que se puede observar en la lava cuando ésta se desplaza imparable por la ladera del volcán. Luego de eso estalló el grito, humano, empañado del dolor provocado por esa exagerada transmutación. Después se deformó y alteró, convirtiéndose en un rugido bestial y estremecedor. El brujo contempló aquel proceso con la misma fascinación que siente un cazador al observar a un tigre que lo acecha desde lo alto de la colina. De forma similar a su voz, el cuerpo del Soturi también fue moldeado en una forma ajena a todo concepto de humanidad:

Sus piernas se convirtieron en gruesas y largas columnas culminadas en patas de tres dedos y enormes garras, similares a las que una vez portaron los grandes reptiles del pasado remoto. Por encima de esas piernas colgaba la única prenda que cubría ese nuevo cuerpo; un taparrabos fabricado con un pelaje negro, perteneciente a una bestia desconocida. Y en el cinturón que lo sostenía se podía observar una hebilla esculpida con la forma de un cráneo en cuyo hueso frontal se podía ver marcado un signo rubí; un círculo atravesado en diagonal por una flecha. Por el lado contrario a ese emblema, en donde finalizaba su espalda, se hallaba la base de una larga cola cubierta de picos. Sus brazos, de manera similar a sus piernas, se tornaron largos y gruesos, pero lo que más se destacaba en ellos era su ausencia de manos. En el lugar donde tales apéndices deberían haberse ubicado se encontraban un par de muñones fusionados, cada uno, a una larga y pesada espada. Ambas armas aparentaban estar hechas de un metal parecido al hierro y sus hojas estaban cubiertas de oraciones y cánticos que evocaban a la ira y exaltaban la violencia. Enmarcado entre esas cuatro extremidades se encontraba un espantoso torso, con su abdomen dominado por una boca de muchas filas de dientes y en cuyo interior temblaba una luz semejante a la de las fraguas. Por encima de esa cavidad se podía ver cómo la piel de los marcados pectorales se había partido para abrirle paso a un conjunto de alargados huesos. Costillas alteradas y deformadas para fungir como una armadura orgánica. Y, finalmente, en la punta de un cuello grueso como el de un toro, se alojaba un rostro endurecido en una mueca de odio y rabia constantes, con largos incisivos siempre expuestos gracias a la ausencia de labios, y cuernos curvados, retorcidos como los de los carneros.

La luz caída de las estrellas perdió su potencia lentamente, debilitándose mientras aquel monstruo de más de seis codos de altura descendía devuelta a la tierra. El desnudado brujo se apresuró a desvanecerse del lugar, no queriendo permanecer cerca para cuando la matanza se iniciase.

Los Hombres de la Tundra pudieron volver a enderezar sus cabezas, dirigiendo sus miradas al cráter poco profundo que aquel evento sobrenatural formó. Todos quedaron estupefactos ante la visión de ese monstruo que sólo podría pertenecer a las antiguas leyendas y cuentos sobre demonios y espíritus malignos. La mayoría de ellos empezó a retroceder con lentitud, deseando evitar llamar la atención de aquella bestia carmesí. Pero un Hombre de la Tundra evitó retroceder, éste había notado la mirada perdida del monstruo, fijada en algún punto distante y desconocido. También se fijó en la tierra iluminada por La Luna y sobre la que ese ser estaba parado, se podía ver un matorral aplastado y una piedra recostada contra las escamas de una de sus patas. Aquel era un ser físico y tangible, por lo que ese soldado pensó que era posible herirlo. Apuntó su arma, entregada a su tribu por los tecnomagos, directo al pecho de la bestia y disparó.

Una bola de luz recorrió el aire nocturno y chocó contra el pecho acorazado del monstruo sanguino. La blancura ósea de su armadura orgánica se mantuvo limpia de cualquier daño o quemadura. Pero hubo una respuesta por parte del ser; sus ojos se posaron sobre su “agresor”.

Aquel Hombre de la Tundra dejó caer su arma de sus temblorosas manos. Decidió, por fin, seguir el ejemplo de sus semejantes y retroceder. Sus pasos se mantuvieron lentos y su vista fija en la bestia. Estaba seguro de que, si le daba la espalda, el ser se abalanzaría sobre ella como un oso.

La criatura giró el resto de su cuerpo en dirección al temerario iluso, provocando que la respiración del mismo se agitase. Luego, la bestia dobló sus rodillas, tomando impulso. Una rápida y potente brisa alcanzó al gusano, quien giró la cabeza en anticipación a su evidente final. El Hombre de la Tundra respiró una vez, y otra. Mientras daba su tercera respiración volvió a girarse. No vio al monstruo en el cráter donde había estado parado instantes atrás. Tampoco llegó a ver una sola mancha carmín en ninguna otra dirección. Se permitió tranquilizarse entonces, agachando la cabeza e inhalando tanto aire como le fue posible. Luego levantó su mirada para dejar salir todo su aliento. En ese ángulo pudo ver cómo unas enormes garras negras caían sobre él.

Los demás Hombres de la Tundra reaccionaron de inmediato, dispersándose en todas direcciones, sin molestarse en mirar hacia atrás.

La bestia carmesí se enderezó, indiferente a las manchas de sangre que habían subido por sus pantorrillas. Giró su cabeza de un lado a otro, observando cómo sus presas huían por doquier. Después centró su vista en un grupo que ya se encontraba a varios estadios de distancia de él. Volvió a prepararse, colocando una pierna adelante y doblando su rodilla, mientras que sus brazos se cruzaron sobre su pecho, con la punta de las espadas asomando por encima de sus hombros. De un único movimiento redujo todos los estadios que lo separaban de sus víctimas. Ellos no tuvieron oportunidad de darse cuenta de lo que pasó, sólo sintieron un par de filos metálicos atravesando su carne y huesos, dividiéndolos a la mitad y dejando que sus torsos cayesen al suelo, por delante de sus piernas.

Luego de eso, el monstruo volvió a inspeccionar sus alrededores, eligiendo a su siguiente presa antes de dar otro poderoso salto, elevándose por el firmamento y después cayendo sobre sus víctimas

Así fue exterminado el ejército de Los Hombres de la Tundra. Ninguno de los pobres miserables pudo llegar a recorrer siquiera media legua antes de que la bestia los destrozase sin piedad. Y, a una distancia segura, elevada a varios codos por encima del suelo, la figura cenicienta, desnuda y de cabellos plateados contemplaba el sangriento panorama. No estaba sorprendido, pero sí impresionado e, incluso, algo perturbado. Una cosa era engañar a los humanos para que se mataran entre ellos y guiarlos a través de mentiras por los caminos que conducen directamente a la muerte. Y otra cosa, muy distinta, era dar forma a una máquina de destrucción  capaz de exterminar a más de doce centenas de soldados en menos de un sexto de noche.

-Esta vez realmente te excediste, ¿No es así, Marte?,-cuestionó la figura, hablándole directamente al planeta rojizo en el cielo-Pero que no se te suba la ceniza a la cabeza, vas a requerir algo más que…que un…-. Las palabras del avatar plutoniano quedaron finalmente trabadas a causa del nudo que se había formado dentro de su cuello.

-¡De todas formas!; Suerte para cuando quieras controlar a ese…ese…¡Esa cosa que creaste!-. Fue la declaración que hizo Plutón en un esfuerzo por esconder su temor.

Tras esas últimas palabras, aquella figura desapareció entre la obscuridad de la fría noche, como el espectro que era. Ya no había nada que le interesase en ese lugar, o esa es la excusa que él habría dado.

Al Oeste, a seis leguas del campo de batalla, los niños y las mujeres de la tundra mantenían su vigilia, esperando el regreso de sus padres, hermanos y maridos. Hacía no mucho tiempo que contemplaron, poco después del atardecer, una delgada línea rojiza de luz cayendo del cielo, un hecho que no entendían del todo, pero que muchos interpretaron como un buen augurio, una señal de que los guerreros volverían victoriosos a la aldea. Por otro lado, los ancianos notaron otros hechos, mucho más macabros y desalentadores; más de una vez esa noche sintieron temblar la tierra bajo sus pies y bastones, también olieron la peste de la sangre y la muerte en el viento que sopló del Este. Ellos interpretaron todas esas cosas como un mal presagio: los hombres de la tribu jamás volverían.

Pero sólo una persona en toda la aldea supo lo que realmente estaba pasando, y no necesitó ver la luz u oler el aire ni sentir la tierra. Porque él era el chamán de la tribu y podía escuchar a los espíritus. Ellos le advirtieron de que algo había descendido desde las esferas superiores, un poder que ningún hombre mortal sería capaz de igualar, y que esa fuerza imparable había adquirido un cuerpo con el que caminar por la tierra. Le dijeron que aquello era una calamidad viviente, una tormenta irrefrenable, una bestia de guerra.